El joven Oekel había visto en el lago a una mujer extraña. Caminando sin prisa deteniéndose a juntar las flores altas de los juncos. Fue verla de lejos nada más, y sentir mil abejas y mariposas galopando por su panza; como si una flecha de piedra roja le estuviese abriendo dulcemente la piel.
Su padre, el cacique, machas veces le había hablado del cuero del agua, y de lo peligroso que podía ser acercarse a la orilla del lago.
-El lago no está limpio –le decía, y una sombrea pasaba por sus ojos del color de la tierra.
Pero a Oekel nada le importaba.
Tenia que encontrar a la mujer para apagar esa inquietud, ese desasosiego que crecía al amparo de la ausencia y del tiempo.
Montó su caballo y, aferrado a las crines, atravesó la tarde sin detenerse en el desfile de las nubes, ni en la nieve que se derretía en las cumbres, ni en los esqueletos de las matas que el viento hacía rodar por el camino.
El valiente Oekel sólo repite en su memoria los gestos de la mujer que lo ha vuelto otro: débil, vulnerable.
Cruza el maitenal y deja atrás los montes de calafate.
Por fin divisa el lago y alarga la mirada. No hay flamencos que enciendan el paisaje.
El vuelo de un aguilucho apenas mueve la quietud de la siesta.
La arena seca azota las patas del caballo. Algo turba al animal, que se empaca.
-Es el viento –le dice Oekel acariciando su cabeza, y lo empuja a seguir adelante.
Entonces alcanza a ver un reflejo plateado en el agua. Quizá la mujer ha perdido un aro; él lo recogerá, la buscará en todas las tribus vecinas para dárselo, le hablará del amor que siente por ella, de este amor que le ha vuelto iguales los días y las noches.
El lago se crispa. Corre frío y seco aire.
En la orilla, el caballo pisa una alfombra de pelos y sal, una dureza.
Su relincho lastima la tarde.
Oekel alcanza a sentir la fuerza poderosa de lo extraño, un peligro indefinido, oculto en la niebla de los tiempos.
Es apena un instante.
Como un remolino tenebroso, el cuero del agua se levanta y se envuelve sobre sí mismo atrapando al caballo y al jinete. Luego se arroja al fondo del lago con la maligna rapidez del rayo.
Al atardecer, sólo se escuchan los gritos desolados de su padre llamándolo:
-¡Oekel! ¡Oekel!...
El eco del nombre se estrella contra un silencio pegajoso.
Sobre la tribu tehuelche la noche cae, sin luna posible.
Fuente: Cuentan en la Patagonia. Nelvy Bustamante.
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